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Todos nos acordamos de Aylan, ¿y de Samuel?

  • Belén González
  • 13 abr 2017
  • 3 Min. de lectura

¿Quién no recuerda a Aylan, el niño que apareció ahogado en las costas de Turquía hace casi dos años? Su historia dio la vuelta al mundo y a las redes sociales. Su imagen sirvió de portada de todos los medios de comunicación y su difusión fue tan criticada por el dilema ético que suponía, como apoyada por su poder de concienciación sobre una sociedad acomodada en la costumbre de mirar para otro lado.


Aylan Kurdi, a sus tres años y vestido con sus pequeños pantalones azules y su camiseta roja se convirtió en un símbolo y fue capaz de despertar la conciencia de miles de personas que, hasta que ese día encendieron la televisión o abrieron el periódico, no parecían comprender la gravedad del asunto. Aylan trajo consigo la única vez en la historia en la que la población, de manera voluntaria, levantó el teléfono para colaborar con una ONG a favor de los refugiados.


Samuel, de seis años, aparecía muerto en la playa de Barbate (Cádiz) hace algunos meses sin repercusión alguna. Huía con su familia de los horrores del Congo en una patera y corrió la misma suerte que su pequeño y más famoso compañero. Pero Samuel no mereció portadas, homenajes ni manifestaciones, Samuel se convirtió en una cifra sumada a una enorme lista macabra.


​¿Qué tenían de diferente sus historias? Muy poco, únicamente el factor novedad ya que, por desgracia, parece que el ser humano tiene tal capacidad de adaptación que se acostumbra a todo, incluso a recoger niños muertos de las costas. Niños a los que, al fin y al cabo, les habría esperado un destino similar de haber permanecido en sus países.


Ya lo dijo Warsan Shire en su poema Hogar, "tienes que entender que nadie sube a sus hijos a una patera, a menos que el agua sea más segura que la tierra", lo que no tenemos que entender es que se siga permitiendo que esa tierra sea insegura, que arda y empuje a ciudades enteras contra las verjas de una frontera o el mar.


Es cierto que la fotografía de un niño ahogado puede remover conciencias y estómagos y que no es agradable para nadie abusar de ellas y mostrarlas/verlas cada día, que hacerlo lo convertiría en rutina y perdería toda su fuerza, pero es triste que solo a Aylan se le diese voz, que el mensaje que logró llevar al mundo fuese tan efímero, y sobre todo que todos aquellos que vieron la foto en su día se hayan quedado con su imagen y hayan descartado todas las que fueron antes, todas las que vinieron después, todas las que están por venir.


Estamos dispuestos a sobrepasar los difusos límites de la ética en distintas circunstancias más o menos justificadas, pero resulta lamentable hacerlo para lograr un impacto tan intenso pero corto en el tiempo. Al final, la historia de Aylan y Samuel no dista tanto de otras imágenes como la de Kim Phuc corriendo desnuda en Vietnam mientras su piel se abrasaba por culpa del napalm, o la de Kong Nyong con claros signos de desnutrición vigilado por un buitre.


Los cuatro eran niños en situaciones horribles e inmerecidas, dos de ellos muertos y los otros aún vivos, con la diferencia de que los dos últimos si tuvieron una repercusión real, más allá de la difusión masiva y los mensajes de apoyo. Kim Phuc con su fotografía y la cobertura de la Guerra de Vietnam logró la denuncia del uso del napalm y aceleró la finalización del conflicto, mientras que el pequeño sudanés desencadenó un duro debate sobre la hambruna en estos países.


La crisis de los refugiados, sin embargo, continúa y va en aumento, y las muertes en el Mediterráneo son algo tan común que ya prácticamente no se trata en los medios, sean dos o mil las vidas perdidas. Y yo, desde esta humilde entrada redactada en la mesa de la biblioteca, me pregunto hacia dónde se dirige la cada vez más deshumanizada humanidad, y a cuántos pequeños cadáveres entre la arena seremos capaces de seguir ignorando.


 
 
 

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 EL MANIFIESTO DE LA ARTÍFICE: 

 

Este blog ha sido creado por una alumna de periodismo amante de la fotografía y defensora de la igualdad entre todos los seres humanos. Los profesionales de la comunicación tenemos un poder extraordinario para hacer del mundo un lugar un poco mejor, utilizando nuestra voz para demandar los derechos de aquellos a quienes nadie escucha. Desde Inmigración y Fotoperiodismo se trata de analizar cuál es la mejor forma de llevarlo a cabo.

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